El monstruo
Representación del hombre artificial en tres novelas de ciencia ficción: Frankenstein, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? y Neuromante.
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Ilustración del monstruo de Frankenstein, por Bernie Wrightson |
En el principio eran los monstruos. Amparados bajo el abrazo de la noche, dispuestos a cerrar sus zarpas sobre los hombres primitivos. Cualquier animal podía serlo. Incluso el hombre. En especial, el hombre. Más temprano que tarde, los monstruos poblaron los sueños y las fantasías, expresaron el misterio de una manera, quizás, menos enigmática, más poética.
La ciencia ficción desde sus orígenes ha prestado especial atención a los monstruos. De hecho, el escritor Brian Aldiss afirma que la primera novela del género es Frankenstein o El moderno Prometeo de Mary Shelley, publicada en 1817. Si estamos de acuerdo con en esta tesis, la ciencia ficción inicia con un tema que la sigue atravesando hasta el día de hoy: el hombre artificial. Viktor, jugando a ser Dios, crea un antropoide a partir de trozos de cadáveres.
Y entonces vi, a la pálida y amarillenta luz de la luna que se filtraba entre las persianas, a aquel desventurado, a aquel monstruo creado por mí. (cap. V)
Viktor, como él mismo lo dice, ha creado un monstruo, un ser que transgrede lo natural. Sin embargo, esta transgresión no deja la aberración fuera, necesariamente, de la naturaleza. En definitiva, todo lo que existe pertenece a su reino; la naturaleza (o Dios) no puede equivocarse. La Naturaleza, dicen, es sabia. El nacimiento de un animal con dos cabezas o el de un bebé con branquias son fenómenos, aunque extraños, naturales. Entonces, que algo sea considerado monstruoso tiene más que ver con el paradigma con el que se lo compara que con sus propiedades.
Pero en esta historia la transgresión es otra. Es Viktor quien violenta el orden natural; siendo parte de la naturaleza, pretende colocarse por encima de ella y robarle su secreto. Su propia creatura se lo echa en cara, cuando ya es demasiado tarde para arrepentimientos:
Pero tú, mi creador, también me detestas y me desprecias, a pesar de que soy obra tuya y de que estoy ligado a ti por lazos solo disolubles por la desaparición de alguno de los dos. Quieres matarme. ¿Cómo te atreves a jugar así con la vida y la muerte? (cap. X)
En esto deposita la autora la justificación de todas las calamidades que acecharán a partir de entonces al joven científico. Hay un límite. Una vez que se ha traspasado, no queda más que el dolor.
Aprenda por mi ejemplo, ya que no por mis prédicas, lo peligroso que es la posesión de conocimientos y cuánto más feliz es el hombre que cree que su población natal es todo lo que hay en el mundo, que aquel que aspira a subir más alto de lo que su naturaleza le permite. (cap. IV)
Viktor no puede ver otra cosa que un monstruo en su creación, porque los ojos amarillos del engendro le devuelven su reflejo. El monstruo muestra, expone la monstruosidad de su padre. Es un espejo deformado y, por lo tanto, deformará aquello que se mire en él. Una parodia del hombre. Una distorsión, un desvío, que puede provocar, en el vértigo, la caída. “Quien con monstruos lucha cuide de no convertirse a su vez en monstruo. Cuando miras largo tiempo a un abismo, también este mira dentro de ti” sostiene Nietzsche. Viktor está perdido, condenado. Quiso la vida, la quiso entre sus manos para poder darla a discreción a quién y cómo quisiese, y solo le quedó entre ellas la sangre de sus muertos. Destinará, irremediablemente, el resto de sus fuerzas a cazar al monstruo, para destruirlo o morir en el intento, la única manera de romper ese vínculo.
En ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968) de Philip K. Dick, Rick Deckard también caza, pero se trata de su trabajo. No hay nada personal en lo que hace: debe perseguir, atrapar y retirar a los androides rebeldes. Aquí, el hombre artificial de Shelley se ha refinado. Su cuerpo, que ya no está conformado por restos cadavéricos, tiene la apariencia de un ser humano. La parodia se profundiza. La única diferencia parece radicar en la empatía, una característica propiamente humana. Sin embargo, a simple vista no hay manera de distinguir a un humano real de otro artificial. Para descubrir si un individuo es empático, se lo debe someter (máquina o no) al test Voigt-Kampff. Incluso esta prueba termina dejando dudas, tal como lo expresa Eldon Rosen, el fabricante de androides:
—Sabíamos el riesgo que estábamos asumiendo cuando desarrollamos la unidad cerebral Nexus-6. Pero su prueba Voigt-Kampff fue un fracaso antes de que lanzáramos ese tipo de androide. Si hubiera fallado al clasificar un androide Nexus-6 como androide, si lo hubiera clasificado como humano... Pero eso no es lo que pasó—. Su voz se había vuelto dura y mordazmente penetrante—. Es posible que su departamento de policía (y otros también) haya retirado, muy probablemente haya retirado, seres humanos auténticos con una capacidad empática subdesarrollada, como mi inocente sobrina aquí presente. Su posición, señor Deckard, es extremadamente mala desde el punto de vista moral. La nuestra no lo es. (cap. 5).
¿Pero qué es lo que exponen estos monstruos de Dick? Mientras que la criatura de Frankenstein se exhibe como una anomalía cuya sola visión causa horror, los androides de Rosen se mimetizan con los humanos, a quienes les resulta cada vez más complejo distinguirlos. Rosen perfecciona el trabajo de Frankenstein. Lo raro se estandariza. Lleva al extremo el deseo de un artista como Policleto, que en la Grecia clásica buscaba, a través de sus esculturas, la representación del hombre perfecto. Y, además, lo hace a gran escala, atendiendo la demanda de un mercado cada vez más exigente. El monstruo de Frankenstein posee intelecto y emociones humanas, ansía conocer, amar y ser amado. Rosen parece alcanzar ese nivel con los androides Nexus-6 que, además, tienen una fisonomía armoniosa. Este espejo no distorsiona, refracta una imagen similar. “Los espejos y los hombres son abominables, porque multiplican el número de hombres”, le hace decir Borges a Bioy Casares ("Tlön, Uqbar, Orbis Tertius"). Los androides replican al hombre, física, mental y emocionalmente, al infinito. El ser humano ha perdido, en este mundo, su aura: esa obra de arte que son los Nexus-6 le ha arrebatado su singularidad. No queda nada en él que no pueda ser emulado.
Finalmente, la réplica exacta del original no basta, hay que mejorarlo, y el camino parece ser el de una sustracción: la del cuerpo. Justamente lo que tantos dolores de cabeza le trajo a Frankenstein, profanando tumbas para conseguir el mejor ensamble posible, ya no es necesario en Neuromante (1984) de William Gibson. De hecho, el ciberespacio se presenta como “Una alucinación consensuada experimentada diariamente por miles de millones” de personas:
Una representación gráfica de datos extraídos de los bancos de cada computadora en el sistema humano. Complejidad impensable. Líneas de luz extendidas en el no espacio de la mente, grupos y constelaciones de datos. Como luces de la ciudad, alejándose... (Cap. 3)
En el no espacio de la mente, ¿quién requiere un cuerpo? En consecuencia, la experiencia de ese mundo digital transforma cómo se vive el real. El propio protagonista siente que su cuerpo es un estorbo: “Case cayó dentro de la prisión de su propia carne” (cap. 1). Por otro lado, Wintermute, inteligencia artificial creada por Tessier-Ashpool S.A. alojada en la matrix, por esencia incorpórea, cuando necesita actuar sobre el mundo analógico para acceder a lugares imposibles para ella, lo consigue contratando humanos, a quienes maneja como títeres.
Este monstruo inasible, intangible, además, ocupa un nuevo estatus. Este monstruo crea —programa— escenarios y persona(je)s. Es, ahora, la transgresión de la transgresión. Primero el hombre (Viktor, Rosen), usurpando el lugar de Dios; en este caso, la propia creatura del hombre es el nuevo, posmoderno, —poshumano— Prometeo, que le ha robado el fuego a la humanidad. Dentro de la matrix anidan copias (constructos) de las memorias de personas. En realidad, no solo sus memorias, sino sus personalidades. Neuromante (la otra IA de la novela) tiene bajo su tutela una copia de la novia muerta de Case. En este entorno virtual, esto se siente real. Incluso, hacia el final, Case reconoce, dentro de la matrix, una versión de sí mismo; un doble digital. Hay un diálogo entre Case y Neuromante muy significativo en el capítulo 21, en el que la IA termina diciendo:
"Yo soy los muertos y su tierra". Él se rio. Una gaviota gritó. "Quédate. Si tu mujer es un fantasma, ella no lo sabe. Tú tampoco lo sabrás".
No hay manera de saber qué es real y qué no. Lo que muestra este nuevo monstruo, en definitiva, es eso: no hay nada que refractar, el hombre ha sido directamente anulado, borrado. Es un fantasma que transita en ambos universos y su existencia no es menos problemática en un plano que en el otro. Porque no hay posibilidad de una certeza, de una respuesta firme.
El análisis conjunto de esas tres novelas nos permite pensarlas como tres estadios de un proceso que condena al hombre a su deshumanización. Este proceso inicia con Viktor, que aspiró a “subir más alto” de lo humanamente posible. En ese momento, algo se quebró; un pacto implícito entre el hombre y el mundo. Rosen, inmerso en la lógica del capitalismo más salvaje, profundizó esa grieta; aquí ya no existe posibilidad de distinguir entre la máquina y el animal, entre el cazado y su cazador. En el paso siguiente, Tessier-Ashpool S.A. eliminó el cuerpo, esa “cárcel”, innecesario en el no espacio de la matrix (que también es el no espacio de la mente); el hombre no lo necesita para ser y las máquinas, menos. Hemos querido conquistar los secretos más íntimos de la Naturaleza y terminamos esclavos (como Prometeo, encadenados) de la mayor ignorancia posible: no saber quiénes —o qué— somos.
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