Gaudencio

I

Mi abuelo maneja. Vamos, sólo él y yo, en su F-100 verde, de principios de los ’80. El destino de este viaje breve, que inició en mi casa, es la escuela; son cerca de las 17 y Nicolás, mi hermano menor, está por salir. Yo debo estar en quinto o sexto año de primaria, y curso en el turno mañana. Más allá de que siempre es divertido salir un rato de casa, sobre todo cuando uno está jugando todo el día prácticamente solo (vivimos en el campo, con mi familia, a un par de kilómetros de Batán, y el más pequeño de mis hermanos, Leonardo, tiene dos o tres años), es muy probable que, después de retirar a Nicolás, vayamos al club Juventud Unida o a La Avispa a los videojuegos. Un ritual simple pero efectivo que practicamos con mi abuelo desde hace tiempo.

Mi abuelo tiene sesenta y cinco o sesenta y seis años. Todavía trabaja, aunque no debería por su salud. Se nota en sus manos, agrietadas desde que tengo memoria, y por la tierra debajo de las uñas. Mientras él maneja le miro las manos, los dedos gruesos; le miro la cara, surcada, también, por algunas cicatrices; y el pelo blanco, cubierto en gran parte por esa gorra italiana, que parece una boina de gaucho. Al menos desde mi perspectiva, él habla siempre de los mismos temas: el trabajo, el dinero, el clima, la familia acá, la familia allá. Además, tiene un reservorio de frases que repite incansablemente: “Piano, piano, si va lontano” o “Mangia, mangia, e fa grosso”, las más habituales. Pero no es ninguna de esas la que dice ahora, mientras maneja. Es otra, inédita para mí, y que por algún motivo recordaré de ahora en más: “Acá hace falta una guerra”. Lo dice en un castellano limpio, o tan limpio como es capaz mi abuelo. Y no dice más, o no entiendo o no recuerdo lo que dice después. Tampoco sé cuál es el motivo de esa conclusión que, en este momento de mi infancia, donde solo me ilusiono con jugar un rato al Street Figther II, me suena aterradora. ¿Por qué mi abuelo querría que acá haya una guerra?

Llegamos a la escuela, los alumnos recién están saliendo. En seguida veo a Nicolás que viene corriendo hacia nosotros. Abro la puerta y me bajo, para que él, más chico, vaya en el medio. Le veo el brillo en los ojos: no esperaba que el abuelo fuera a buscarlo y sabe que eso solo significa una cosa: videojuegos, coca cola, y maní salado. Vamos al Juventud Unida, que tiene mejores máquinas. Mi abuelo se sienta en una mesa a comer “manises” y nosotros nos vamos a jugar. Por supuesto, mientras trato de llevar a Ryu hasta el enfrentamiento final, la frase se borra de mi mente.



II

Mi abuelo llegó a Argentina escapando de las consecuencias devastadoras de la Segunda Guerra Mundial. Nunca volvió a ver a su madre; siempre postergaba el viaje del reencuentro para el año siguiente, y la muerte de mi bisabuela es algo que lo marcaría para siempre. Sé que cada vez que se acercaba a la imagen de la Virgen de Luján ubicada en la iglesia de mi pueblo y se le llenaban los ojos de lágrimas, era por ella. Acá, en Argentina, mi abuelo trabajó duro y le fue bien económicamente, gracias a que las condiciones del país le permitieron prosperar (el mérito solo no basta). Con “bien” me refiero a que tuvo su casa, sus diez hectáreas de campo, algunos animales y su camioneta. Pero su legado más grande es su familia, que ya en su ausencia, no para de crecer. Tenía una obsesión con que hubiera nuevos “Costantinis” poblando la Tierra.

Antes, cada vez que la recordaba, yo veía un signo negativo en esa frase. Pensaba que se refería al deseo de que todo se termine de una vez; también como una lección moral para los argentinos, que siempre nos quejamos por todo, para que entendamos lo que es pasarla mal de verdad. Esos y otros sentidos, se solapan, seguramente. Lo que me sorprende ahora es por qué nunca le pregunté a qué se refería. Sin embargo, no me lamento, porque esa carencia envuelve a esas palabras en un manto de misterio; me permite ir y venir de ellas, leerlas (escucharlas, en su voz) a la luz de cada contexto.

Hoy, en medio de lo que nos sucede a todos, creo que la guerra que anunciaba mi abuelo, de algún modo, nos ha llegado. Las cosas nunca son como las imaginamos, por supuesto. Quizás todo lo que conocemos como mundo normal se esté terminando; quizás estemos aprendiendo una lección.

Aunque entiendo, en realidad, que su queja era otra. Pienso en los temas de los que siempre hablaba, o en él recordando a su madre. Él valoraba esas cosas como a ninguna otra, cuestiones centrales del ser humano (la familia, el amor, el trabajo); eran la base de todo lo que fue, y de todo lo que es en la memoria de quienes lo conocimos. Su queja era por un mundo distraído en tonterías, alejado de lo esencial. La pandemia (el sustituto de la guerra que él imaginó) nos obliga a repensar estas cuestiones.

¿Qué estábamos haciendo?

¿Qué haremos de ahora en más?

Yo, me dejaré guiar por mi abuelo, Gaudencio.

Comentarios

  1. Hermoso recuerdo !!! Las personas de antes y que pasaron, por cosas como un guerra la tenían re clara!!! Felicitaciones

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