Aparición
Julieta y yo pasamos la tarde en la playa, en Punta Mogotes, con unos amigos. Cuando llegamos a casa ya oscurecía. En vez de bañarnos en seguida como hacemos normalmente, postergamos más de lo habitual ese momento, quizás porque el día no había sido muy caluroso y apenas nos habíamos mojado los pies en la orilla. Nos sentamos en el sillón y miramos televisión un rato. En algún momento Julieta fue a la habitación, por lo que, inevitablemente, pasó por donde eso estaba, pero no lo vio.
Más tarde tuve que ir al baño. Todavía no habíamos prendido ninguna luz y el departamento permanecía bastante oscuro, salvo por el televisor. Entré al baño. Estuve ahí un minuto, no mucho más. Me lavé las manos, las sequé y abrí la puerta.
Entonces lo vi.
Eso estaba en el pasillo, sobre el parqué, más pequeño que mi puño, gris y marrón. Ahí, petrificado bajo el dintel, con la mano en el picaporte, yo veía algo, concreto, estático, a quince centímetros de mis pies, pero mi cerebro aún no procesaba la información, o buscaba caminos no tan directos para darme el mensaje.
Lo primero que me vino a la mente fue la serie que el día anterior habíamos terminado de ver, Dark. En dos o tres días consumimos —palabra exacta— los pocos capítulos que la componen, y quedamos encantados. En lo personal, me gustó mucho más que Stranger Things, lo que quizás se justifique, en parte, por mi predilección por los viajes en el tiempo. En Dark, por un motivo que no pienso revelar aquí para no espoilear, aparecen cientos de pájaros muertos. Fue lo primero que me vino a la cabeza, entonces, cuando vi eso que estaba ahí, en el parqué del pasillo de mi casa: un gorrión, sin vida. Procesada la información, miré hacia la derecha, donde está nuestra habitación. Sobre la cama, enroscada sobre su propio cuerpo, dormía Padme, la gata. Parecía totalmente ajena al gorrión muerto a mis pies, durmiendo con tanta paz. Pero no me engañó.
Un año atrás, también en febrero, Julieta y yo dormíamos una siesta. En realidad yo ya no dormía, pero mantenía los ojos cerrados. Afuera se escuchaba pasar un colectivo —el 53 o el 63—, los autos, las voces de un par de vecinas... en definitiva: la banda sonora de una tarde común y corriente en el barrio. De repente, escuché un pájaro piar adentro del departamento, más precisamente en el lavadero. Nosotros vivimos en un segundo piso, y nuestro lavadero da a la calle. Este no tiene ventanas, sino unos recuadros de cemento que conforman como una rejilla gigante, digamos. Cada orificio tiene el tamaño de una manzana grande. A través de ellos se pueden ver con claridad, y casi palpar, las ramas y las hojas de un árbol que crece en la vereda. Junto a estos orificios está el termotanque. Sobre el termotanque, Padme suele pasar horas observando los pájaros que se detienen en las ramas. Aquella tarde de 2017, un gorrión debió pararse en uno de los orificios y la gata, puro instinto, lo cazó con sus garras para, una vez dentro del lavadero, matarlo.
Yo, desde la habitación, escuché lo que fue el último canto —desesperado—del gorrión y, cautelosamente, para tratar de no despertar a Julieta, salí de la cama. Cuando llegué al living estaba Padme con el pájaro en la boca. Había gotas de sangre en varias partes. "¿Qué pasó"?, escuché que Julieta me preguntaba. Demoré un poco en contestar: le tiene fobia a las palomas y repulsión a las aves en general; un gorrión muerto en la casa, en las fauces de su mascota, no le iba a hacer ninguna gracia. Pero tratar de ocultarle algo a ella no tiene caso, así que le dije la verdad. Obviamente, empezó a los gritos, aunque no abandonó la habitación, no hasta que pude sacarle el gorrión de la boca a Padme y tirarlo en el tacho de la basura.
Yo no podía creer que mi gata, viviendo en un departamento, hubiese cazado un gorrión. Y menos podía creer, un año después, que hubiese cazado el segundo. Seguramente la secuencia fue calcada de la anterior.
Esta vez Julieta estaba en el sillón mirando tele. Tratando de actuar con normalidad, pasé por detrás de ella y me dirigí a la cocina. Agarré una bolsa de nailon y regresé hasta donde estaba el gorrión. Lo miré con más detenimiento: los ojos cerrados, una ala extendida, una patita quebrada, el pico entreabierto. Lo curioso es que no había sangre por ningún lado. Había algo de bello en ese cuadro.
Padme seguía dormida en el somier. A mí, en realidad, la situación no me generaba ningún conflicto, al contrario, se puede decir que estaba orgulloso —y aún lo estoy— de mi gata, por más que no tengo nada contra las aves ni contra Orson, mi otro gato que, como su madre/mascota humana, ve una paloma y huye.
Acá alguien podría preguntarse por qué no sospecho de Orson. Hay varios motivos. El primero es que en nueve años jamás lo hizo (mientras que Padme en el segundo se anotó el primer pájaro). Otro motivo es que lo único que estuvo a punto de cazar alguna vez fue una chinche y, ni bien le puso una pata encima, el bicho largó esa sustancia olorosa que tienen las chinches y el gato apestó el resto del día. Y la lista de motivos sigue, pero en otra ocasión les hablaré de Orson.
Fue complicado deshacer el bollo que era la bolsa de nailon sin hacer ruido, tanto que Juli me preguntó qué estaba haciendo. Ahora me doy cuenta de que podría haber dicho que alguno de los gatos había vomitado y fin de la historia. No se me ocurrió. "Nada", fue lo que dije. No me creyó, por supuesto. Conté la verdad y otra vez sus gritos de horror e indignación.
Mientras la escuchaba quejarse tiré el gorrión en el tacho de basura. Traté una defensa de la gata, pero no hubo caso. De todos modos, ya se le pasaría.
A todo esto Padme, the bird hunter, permaneció un rato más sobre la cama, durmiendo, como si nada.
Más tarde tuve que ir al baño. Todavía no habíamos prendido ninguna luz y el departamento permanecía bastante oscuro, salvo por el televisor. Entré al baño. Estuve ahí un minuto, no mucho más. Me lavé las manos, las sequé y abrí la puerta.
Entonces lo vi.
Eso estaba en el pasillo, sobre el parqué, más pequeño que mi puño, gris y marrón. Ahí, petrificado bajo el dintel, con la mano en el picaporte, yo veía algo, concreto, estático, a quince centímetros de mis pies, pero mi cerebro aún no procesaba la información, o buscaba caminos no tan directos para darme el mensaje.
Lo primero que me vino a la mente fue la serie que el día anterior habíamos terminado de ver, Dark. En dos o tres días consumimos —palabra exacta— los pocos capítulos que la componen, y quedamos encantados. En lo personal, me gustó mucho más que Stranger Things, lo que quizás se justifique, en parte, por mi predilección por los viajes en el tiempo. En Dark, por un motivo que no pienso revelar aquí para no espoilear, aparecen cientos de pájaros muertos. Fue lo primero que me vino a la cabeza, entonces, cuando vi eso que estaba ahí, en el parqué del pasillo de mi casa: un gorrión, sin vida. Procesada la información, miré hacia la derecha, donde está nuestra habitación. Sobre la cama, enroscada sobre su propio cuerpo, dormía Padme, la gata. Parecía totalmente ajena al gorrión muerto a mis pies, durmiendo con tanta paz. Pero no me engañó.
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Padme, terminando un bostezo. |
Un año atrás, también en febrero, Julieta y yo dormíamos una siesta. En realidad yo ya no dormía, pero mantenía los ojos cerrados. Afuera se escuchaba pasar un colectivo —el 53 o el 63—, los autos, las voces de un par de vecinas... en definitiva: la banda sonora de una tarde común y corriente en el barrio. De repente, escuché un pájaro piar adentro del departamento, más precisamente en el lavadero. Nosotros vivimos en un segundo piso, y nuestro lavadero da a la calle. Este no tiene ventanas, sino unos recuadros de cemento que conforman como una rejilla gigante, digamos. Cada orificio tiene el tamaño de una manzana grande. A través de ellos se pueden ver con claridad, y casi palpar, las ramas y las hojas de un árbol que crece en la vereda. Junto a estos orificios está el termotanque. Sobre el termotanque, Padme suele pasar horas observando los pájaros que se detienen en las ramas. Aquella tarde de 2017, un gorrión debió pararse en uno de los orificios y la gata, puro instinto, lo cazó con sus garras para, una vez dentro del lavadero, matarlo.
Yo, desde la habitación, escuché lo que fue el último canto —desesperado—del gorrión y, cautelosamente, para tratar de no despertar a Julieta, salí de la cama. Cuando llegué al living estaba Padme con el pájaro en la boca. Había gotas de sangre en varias partes. "¿Qué pasó"?, escuché que Julieta me preguntaba. Demoré un poco en contestar: le tiene fobia a las palomas y repulsión a las aves en general; un gorrión muerto en la casa, en las fauces de su mascota, no le iba a hacer ninguna gracia. Pero tratar de ocultarle algo a ella no tiene caso, así que le dije la verdad. Obviamente, empezó a los gritos, aunque no abandonó la habitación, no hasta que pude sacarle el gorrión de la boca a Padme y tirarlo en el tacho de la basura.
Yo no podía creer que mi gata, viviendo en un departamento, hubiese cazado un gorrión. Y menos podía creer, un año después, que hubiese cazado el segundo. Seguramente la secuencia fue calcada de la anterior.
Esta vez Julieta estaba en el sillón mirando tele. Tratando de actuar con normalidad, pasé por detrás de ella y me dirigí a la cocina. Agarré una bolsa de nailon y regresé hasta donde estaba el gorrión. Lo miré con más detenimiento: los ojos cerrados, una ala extendida, una patita quebrada, el pico entreabierto. Lo curioso es que no había sangre por ningún lado. Había algo de bello en ese cuadro.
Padme seguía dormida en el somier. A mí, en realidad, la situación no me generaba ningún conflicto, al contrario, se puede decir que estaba orgulloso —y aún lo estoy— de mi gata, por más que no tengo nada contra las aves ni contra Orson, mi otro gato que, como su madre/mascota humana, ve una paloma y huye.
Acá alguien podría preguntarse por qué no sospecho de Orson. Hay varios motivos. El primero es que en nueve años jamás lo hizo (mientras que Padme en el segundo se anotó el primer pájaro). Otro motivo es que lo único que estuvo a punto de cazar alguna vez fue una chinche y, ni bien le puso una pata encima, el bicho largó esa sustancia olorosa que tienen las chinches y el gato apestó el resto del día. Y la lista de motivos sigue, pero en otra ocasión les hablaré de Orson.
Fue complicado deshacer el bollo que era la bolsa de nailon sin hacer ruido, tanto que Juli me preguntó qué estaba haciendo. Ahora me doy cuenta de que podría haber dicho que alguno de los gatos había vomitado y fin de la historia. No se me ocurrió. "Nada", fue lo que dije. No me creyó, por supuesto. Conté la verdad y otra vez sus gritos de horror e indignación.
Mientras la escuchaba quejarse tiré el gorrión en el tacho de basura. Traté una defensa de la gata, pero no hubo caso. De todos modos, ya se le pasaría.
A todo esto Padme, the bird hunter, permaneció un rato más sobre la cama, durmiendo, como si nada.
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